Imágenes de películas - fundamentalmente de la Segunda Guerra Mundial – nos recuerdan el dolor por la disolución de las familias, el destierro y la pérdida de bienes. Dentro de ese panorama casi que ni se considera dramático algo que para cualquiera lo es: perder el trabajo, estar imposibilitado de desarrollar una actividad, una profesión. Hemos visto demasiadas escenas donde intelectuales, prósperos comerciantes o industriales, periodistas, escritores y otros pasaron a ser parias.
Esas escenas, pese a que la segunda contienda bélica terminó hace 72 años, nos siguen abofeteando; inmersos en la trama, es imposible pensar que es cosa del pasado porque, independientemente de los tiempos sucedió; fue real.
Y el pasado se hace presente cuando las noticias (por ahora no hay muchas películas pero las habrá) nos muestran la realidad de una de las naciones en guerra: Siria.
La Guerra Civil Siria ya tiene una antigüedad de media docena de años. Su vigencia acrecentó significativamente el número de exiliados en el mundo. Se trata y no se trata de cantidad: que haya 22,5 millones de refugiados en el mundo (la mitad niños) espanta; lo que sufre cada uno de ellos, también.
¿Al resto del mundo, más allá de condenas y declamaciones, le importa de verdad? Y, si es así ¿Cómo pueden pasar tantos años sin acciones concretas para que esos pequeños y jóvenes (muchos de ellos, completamente solos, sin ningún familiar o persona responsable que vele por ellos) tengan seguridad y la posibilidad de un futuro?
Está pendiente, y se impone, un cónclave de los líderes religiosos. La contundencia de la reprobación (que uno descuenta) sacudirá la modorra de las económicamente poderosas gentes del mundo para que incorporen ese drama a su importante agenda.
Pueda ser que los tradicionales augurios del Año Nuevo se traduzcan en acciones.
Por Roberto A. Bravo
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