En Argentina los máximos conductores a nivel gobierno nacional, provincial y municipal deben ser hombres con dotes de liderazgo, carismáticos, enfáticos y, en algunos casos, hasta exagerados. No hay mayor adhesión para los que tienen perfil bajo o mesurado. Lo demuestra la historia aunque hay excepciones, claro está.
Es por demás ilustrativo un caso que se dio cuando retornó la democracia. En los estudios del canal de TV los periodistas moderaron un debate de candidatos a intendente. La mayoría de los postulantes se peleó por presentar ideas brillantes y hasta inéditas. Algunos televidentes dudaron. La mayoría adhirió. Algunos con fervor. El candidato que, por el orden establecido, aparecía último era una persona que reunía dos virtudes esenciales para ocupar un cargo público: idoneidad (fue un profesional muy reconocido) y honestidad intelectual. A punto tal que al ser requerido sobre qué obras impulsaría, respondió con un lacónico: “no puedo prometer nada antes de interiorizarme sobre las cuentas de la comuna; pasaron años sin control”. Tras la votación quedó último. Nunca se sabrá si, de haber triunfado, hubiera sido buen intendente pero daba el perfil, sin dudas.
El hecho, real por cierto, deja más de una lectura aparte de la introducción que refería a la necesidad de que nos tomen de la mano; aceptamos que nos mientan aun sabiendo que no es posible que Argentina llegue a la estratósfera…
Nos hemos acostumbrado a la demagogia. A la propaganda que expresa verdades a medias o es directamente mentirosa.
Además, aquel candidato salió último porque no solamente precisamos guías sino que libramos nuestra suerte a su accionar. Y no controlamos. Ni tampoco siempre castigamos a la hora de elegir. Si lo que hay que administrar en lugar del Estado fuera una empresa nuestra, al gerente elegido lo controlaríamos por más confianza y afecto que le tuviéramos y, si no cumpliera e hiciera las cosas día a día como corresponden, lo echaríamos sin miramientos.
Que nosotros no nos quejemos ni con el sufragio impongamos premios y castigos, a algunos les viene muy bien; gozan de mandatos tranquilos y tan prolongados que parecen vitalicios.
Por Roberto A. Bravo
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