Trabajar en medios de comunicación desde hace 40 años no me ha otorgado algún privilegio pero sí ha colaborado en que desarrolle una habilidad en detectar las imposturas, al menos de algunos y algunas colegas. Y a la sazón, lo inevitable de las náuseas.
Confundir el rol que nos toca a cada uno es, según mi interpretación, uno de los problemas fundantes de nuestra actualidad nacional.
Ser periodista, comunicadora, locutora, conductora, aunque se utilice una misma pantalla, no admite pretender ser a la vez actriz protagónica de una telenovela melodramática. Y confundir a la audiencia, a los telespectadores, con el objetivo de malversar la realidad debería estar penado, porque la libertad de expresión no es –o no debería ser- ilimitada. Las libertades distorsionadas terminan siendo manipulaciones criminales. Sí, tan grave como eso.
La foto de una chica de 22 años que acaba de fallecer y que recorre tapas de diarios y sitios de internet únicamente puede no conmover a alguien desprovisto de sentimiento. La imagen de una chica de 22 años que ha muerto en nuestro país, por covid, por falta de atención médica, indigna hasta al más áspero personaje de un cuento de Roberto Arlt. La imagen de una joven de 22 años, abandonada en un pasillo de un hospital sólo puede pasar inadvertida por algún psicópata.
Paseando con el control remoto por las pantallas noticiosas, este último martes, pasada la hora 18, me detuve en A24 porque Claudia, la madre de Lara, la chica de 22 años que murió por covid, competía con las imágenes en vivo de manifestaciones contra las medidas restrictivas, medidas adptadas precisamente por la cantidad de contagios y muertes, y los colapsos que esto ha provocado en el sistema de atención sanitaria, a pesar de los alegres e irresponsables manifestantes. Aquí, en Argentina, como en España, Italia y peor aún en Bélgica y Hungría, el covid mata, y los imbéciles multiplican los riesgos.
Quise saber si el caso había sido como el que se publicó en Mendoza, el una paciente que falleció en la puerta de una delegación de OSEP, la obra social de Empleados Públicos que cada vez es más deficiente y de manera inexplicable también es cada vez más deficitaria.
Someter la atención al relato de una mamá que acaba de perder a su hija requiere de un interés muy especial. Sabemos que no se puede juzgar ningún pronunciamiento por más absurdo o inoportuno que parezca, y debemos destinar una concentración distinta para poder discernir entre lo que quiere manifestar y lo que su emoción le permite.
Una serenidad admirable denotaba Claudia, la mamá de la chica de 22 años. Probablemente alguna medicación suministrada por algún piadoso médico hizo posible un relato pormenorizado y desapasionado de lo vivido por ella y por Lara, la joven que incluyó su caso en las más de 400 muertes de aquél día.
Aunque suene a digresión, no lo es. A propósito de mi extendida experiencia en medios, tuve la suerte de conocer y trabar amistad con Hugo Lescano, evito su curriculum por lo extenso y nutrido. Él es discípulo de Paul Ekman, quien a su vez desarrolló una teoría a partir de otra de Darwin. Se trata de las expresiones que los mamíferos compartimos a la hora de evidenciar nuestras emociones. Son esas inevitables. No verbales. Ajenas a nuestra construcción intelectual. Desprovistas de nuestras intenciones racionales y una forma elocuente de desactivar algunas vanidades, ya que a la hora de reaccionar gestualmente, no somos mejores que una hiena ni menos simpáticos que un conejo.
La pantalla partida en dos. A la izquierda, Claudia, madre de Lara. A la derecha, Canosa, una conductora, periodista. El vínculo desde Rosario. Zoom o alguna de esas plataformas, recurso que ha subrogado al costoso satélite.
Claudia, mamá de la víctima fatal, iba relatando la experiencia, traumática casi idéntica a la de todos quienes requerimos atención médica siendo diagnosticados de covid positivo. Pero la foto, aquella de la LARA, la chica abandonada en un pasillo, iba perdiendo sustento mientras Claudia contaba las dramáticas peripecias que ella y el 99 por ciento de los familiares e infectados sufrimos a la hora de ser conducidos al lugar que los responsables sanitarios consideraron oportuno.
La periodista conductora intentó en más de una ocasión soltar lágrimas de compasión. No lo consiguió ni siquiera gestionando un bostezo, el más elemental recurso del peor actor de reparto de la obra más superficial, del teatro más irrelevante del dramaturgo menos talentoso.
La propia confesión dolorosa de la mamá de Lara describió y con lujo de detalles que no hubo impericia a pesar del reclamo de inmediatez que cualquier papá y mamá reclaman para que atiendan a su hija o hijo.
Sin dudas que la demora puede interpretarse en que eso haya podido empeorar el cuadro de su hija. Pero su hija sí fue auxiliada, internada e inclusive llegó a estar en la unidad de terapia intensiva. Insisto, todo reclamo, bronca y hasta demanda que hagan su mamá y su papá será legítima y justificada. Lo que resulta inadmisible, irrespetuoso, irreverente y vergonzante es la actitud ridícula de Canosa. Interpelando con la pretensión de que esa Mamá diga algo que lastime a alguna autoridad, que dañe a la política, que lesione el prestigio de enfermeras y médicos.
Según me señala Hugo Lescano, las siete emociones básicas inocultables son la tristeza, el desprecio, la alegría, el miedo, la ira, la sorpresa y el asco.
Dudo cual pudo ser mi gestualidad ante la actitud miserable, lasciva, mendaz de esta ocupante de un lugar central en las pantallas de los televisores de la Argentina, aunque a la hora de analizar su rol, su desempeño, su actuación, seguramente compiten en mi rostro la tristeza por una muerte más, prematura como toda muerte, innecesaria y lamentable, con el asco que promueve la actitud lacerante y cretina de una pésima actriz que no acepta su triste papel de mediocre periodista que confunde dolor con espectáculo, política con billetera y rating con vidas humanas.