Cuando llegan extranjeros a Argentina, en especial a Buenos Aires, uno de los primeros pedidos es poder comer el típico asado: bife de carne vacuna y las famosas “achuras”, mollejas, chinchulines, riñones y corazón de la vaca que aún en los más selectos asadores de la ciudad cobran importancia de platos de plena sofisticación y tradición.
Sin embargo, lo que poco se dice tanto en esos restaurantes como entre los eximios chef y asadores actuales es que la tradición del asado argentino, y sus variantes de cortes de carne vacuna, nacieron entre lo más pobre de la sociedad en el siglo 19, no sólo entre gauchos y peones sino también entre los esclavos de las estancias y saladeros de la época.
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A comienzos del siglo 19, y ya consolidada y enriquecida una oligarquía nacida en el campo pero aburguesada con el norte puesto en Francia, los asados (incluídos los bifes y las achuras) eran considerados de muy baja ralea, de peones y servidumbre.
Por esos tiempos, la élite fomentaba el consumo de platos de la comida francesa y algunos muy poco criollos como las empanadas salvo en las fechas de celebraciones patrias.
Sin embargo, fue el descendiente de esclavos afroargentinos quien logró dar vuelta la concepción sobre los platos del pueblo llano de Argentina. Y que por arbitrios del destino logró con su talento y las puertas que se le abrieron, colocar cortes de carne menores y preparados de la plebe entre los salones más selectos no sólo argentinos sino europeos.
El responsable de esta epopeya fue Antonio Gonzaga, vecino de Palermo Viejo en la ciudad de Buenos Aires de principio de siglo 20. Uno de los afroargentinos compadritos a quienes dicen las leyendas, Jorge Luis Borges inmortalizo en sus milongas.
El festejo del centenario de la Independencia es 1916, fue el centro de su apogeo, momento en que su nombre ya resonaba en los salones porteños y época en la que platos como el puchero comenzaban a cobrar relevancia entre las cartas selectas.